Corría el año de 1979 y la entonces ministra de Justicia, Elizabeth Odio, dio aquella orden histórica: la Penitenciaría Central, mejor conocida como “La Peni” y que desde inicios del Siglo XX albergaba a algunos de los más peligrosos criminales del país, cerraría sus puertas y los privados de libertad serían trasladados a otros centros penitenciarios.
El joven naranjeño Carlos Arce Retana tenía apenas 21 años, pero ocupó un lugar privilegiado en aquel acontecimiento. Con el paso del tiempo, se convirtió en el último oficial activo que prestó sus servicios en ese centro penitenciario. Pero su historia con el Ministerio de Justicia y Paz comenzó tres años antes, en 1977, cuando apenas estrenaba su cédula de identidad. Un anuncio en la tele le informó de que la institución necesitaba reclutar 100 policías.
“Le dije a mi mamá: mami ahora necesitan solo 99”, rememora Arce, quien en marzo comenzará a disfrutar de su merecida jubilación. Sus comienzos no fueron fáciles. El muchacho, que apenas inauguraba su vida adulta, se vio inmerso, de pronto, en el rigor y la jerga del ambiente policial.
“El capitán dijo ¡formación en cuña! Yo ni sabía qué era eso y pensé: ¿en qué me metí? Pero estaba feliz porque pasé de ganar poquito a ganar ¢500 por quincena, que ya era un montón”.
Después de un año en el CAI San José pasó al complejo La Reforma (en la actualidad CAI Jorge Arturo Montero). No pasó mucho tiempo sin que comenzaran los viajes frecuentes a La Peni. Cuando un privado de libertad debía ser trasladado al Hospital San Juan de Dios para alguna cita médica o someterse a una operación, Carlos Arce los custodiaba y, después de la guardia, dormía en La Penitenciaría.
Ahí conoció a los temidos Hijos del Diablo: la Negra Wilson, el Loco Atenea, el Chacal, el Jefe, Pico e Lapa, Pacheco Jirón, entre los más conocidos. Pero más allá de los mitos y verdades que rodearon a esta famosa banda, nuestro exoficial penitenciario conoció a los seres humanos, con sus luces y sus sombras.
“Eran líderes; si dejaban algún objeto en la cama en la mañana, volvían por la tarde y nadie se los tocaba. Pero en el quehacer cotidiano eran personas tratables: sabían manejar el carácter. Ellos eran lo que eran por sus actos, pero no dejaban de ser seres humanos como nosotros”.
Las palabras de Arce se deslizan entre el recuerdo y el ahora, entre aquellos tiempos en los que la policía no tenía ni siquiera uniforme. “Había fugas a cada rato. A uno le decían que durmiera con zapatos, porque podía haber una fuga en tal lado, y uno tenía que ir. Uno dormía con la 30-30 (fusil Winchester) bajo el colchón”.
Los aparatosos, pero no inusitados escapes, eran tan comunes que los privados de libertad le decían a La Reforma “el hotel”.
“Así le decían entre los años 77 y 78 porque llegaban de ahí, comían y después se fugaban”, cuenta Arce mientras deja emitir una risa nostálgica en medio de su relato.
Pero no solo en esta ocasión sirvió como testigo de privilegio para un hecho histórico de nuestro sistema penitenciario. En 1991, el aún joven Carlos Arce, de 33 años, vio entrar a La Reforma a un grupo de hombres delgados y cabizbajos. Venían de la isla San Lucas, lugar que funcionó como centro penal durante más de 100 años.
Más de 40 años después, Arce tiene la gran satisfacción no solo de haber puesto su empeño y pasión al servicio del Ministerio de Justicia y Paz. Ha sido compañero, amigo, servidor público, consejero de sus colegas más jóvenes, y hombre de familia. También ha presenciado el cierre de los dos centros penales más recordados en Costa Rica. A partir de ahora, desde otras trincheras, seguirá escribiendo su historia porque la jubilación no es el fin de la vida; es el inicio de otras metas.