Con sus 31 años de trabajar en el área de nutrición y cocinas del Ministerio de Justicia y Paz, Freddy Zúñiga es uno de los cocineros más antiguos del complejo penitenciario La Reforma. Es un hombre alto y de contextura fornida, curtida por esas poco más de tres décadas que tiene preparando los alimentos diarios tanto para los privados de libertad como para los colaboradores y colaboradoras del centro penal.
Tiene un carácter afable y permeado de un buen humor que deja escapar entre una barba tupida y unas cejas gruesas que le han ganado el apodo de Cachos. No se lo hemos preguntado: él mismo se apresura a contar que así le dicen sus compañeros, y parece que le encanta el seudónimo.
El hablar correcto y elegante del que hace gala es una evidencia de su afán por educarse. Después de criar solo a cuatro hijos y verlos ya como profesionales, le nació la inquietud por saber qué más podía dar de sí mismo, así que decidió estudiar la carrera de Derecho en la universidad Fidélitas, y en abril próximo defenderá su tesis, que versa sobre el proceso de inserción de las personas privadas de libertad en los centros de atención semi-institucional.
Pero cuando comenzó a laborar en este ministerio, sus planes eran muy distintos. A ese joven Freddy Zúñiga de 24 años le atraía la idea de ser policía penitenciario.
“Yo quería ser agente de seguridad, pero me dijeron que no había plazas en ese momento. Sin embargo, a nivel nacional se iban a contratar como 50 personas para trabajar en las cocinas. Me dijeron que podía entrar ahí y después podría surgir la posibilidad de cambiarme”.
Después de un mes de adiestramiento en la Escuela de Capacitación, en la que aprendió los rudimentos de un oficio que pensó dejaría en poco tiempo, entró junto con otros compañeros a la cocina de la máxima vieja seguridad de la entonces llamada Reforma.
Al ver de cerca los riesgos propios del cuerpo policial, decidió quedarse como cocinero. Pero este giro no lo hizo a regañadientes: comenzó a apasionarse por su trabajo y esforzarse por hacerlo de la mejor manera.
“El trabajo de la cocina es importante porque debemos recordar que el privado de libertad tiene los mismos derechos de cualquier persona. Por ejemplo, si usted está acostumbrado a tomarse su café a las 6 a.m. y se lo toma a las 6:30, ya eso es una molestia. Si eso es para uno que está en libertad, ahora imagínese para ellos que están aquí día y noche. Es mi deber porque me contrataron para servir a la población penal; al menos esa mi perspectiva”.
Zúñiga domina el pesado trajín de estar en la cocina antes de las seis de la mañana para comenzar a calentar el agua del arroz y los frijoles; picar las papas, el culantro, la cebolla; botar la basura; cerciorarse de la limpieza de cada rincón; sacar las carnes de la cámara; disponer de los utensilios que necesitará durante la jornada.
Rara vez habla en singular: siempre se refiere a él junto con sus compañeros y compañeras. Sabe que tener al punto los alimentos del centro penal es una tarea colectiva, de equipo y, por su edad y experiencia, se ha convertido en un mentor.
“A los más jóvenes les digo que estudien, que no comentan mi error, porque aquí hay muchas oportunidades de crecimiento, pero tenemos que prepararnos para aprovechar esas oportunidades”.
Aunque la decisión de llevar una carrera universitaria la tomó cuando un medio siglo de edad ya se le asentaba en las canas, supo aprovechar el tiempo, algo que hizo no solo por su superación personal, sino por el cariño hacia la institución que lo vio formarse como trabajador y ser humano.
Yo le debo al Ministerio de Justicia y Paz honor y lealtad. Si usted le da honor y lealtad a las cosas que hace en su trabajo o en su vida personal, todo marcha como debe ser. Empecé como cocinero, pero quiero terminar como abogado, y pensionarme con este ministerio”.